martes, 2 de junio de 2009

ERITHACUS RUBECULA

En tiempos ancestrales, la civilización griega atravesaba serios momentos de guerra contra el imperio persa. Los historiadores las llamaron las “guerras médicas”, donde grandes batallas se liberaban para dar paso a las conquistas de nuevas tierras, los helénicos se veían azotados por las fuertes oleadas que ofrecían las tropas armadas de Darío I, su ejército constituía un número mayor al millón de unidades militares.
El día previo a la famosa batalla de maratón llevada a cabo supuestamente el día 12 de septiembre de 490 a.C, un joven guerrero llamado Taecris, estaba sentado a orillas del mar Mediterráneo, con suma paciencia y tranquilidad, entrenaba con su pequeña espada corta lanzando golpes al aire, como hacía calor, su larga cabellera emitía unas cuantas gotas de sudor. Este caballero, era de alta estatura y su musculatura podía apreciarse a la distancia. Por su mente sólo pasaba el hecho de que el día de mañana debería toparse cara a cara con la muerte. El propio Taecris, tenía experiencia en batallas, gracias a la iluminación de los dioses había sobrevivido a dichos ataques, sin embargo, el día de mañana, sería el peor enfrentamiento de su vida, él lo sabía muy bien.
Taecris, vivía con su esposa, una muchacha joven como él, su oficío se basaba en la fabricación de artesanías, también, se dedicaba a las actividades económicas caseras, al ser un matrimonio tan jovial, todavía no tenían hijos. Irina, era el nombre de la amada de Taecris. Mientras su esposo practicaba las disciplinas bélicas con su espada, ella rezaba plenamente a un pequeño monumento dedicado a la diosa Hestia, patrona de los hogares, así como también rendía culto a Zeus.
Llegó el atardecer, como la luz del sol ya era efímera, Taecris decidió suspender su práctica disciplinaria. La propia Irina lo esperaba en su casa, era ya la hora donde se sentaban a cenar. Ambos permanecían en silencio, la desesperación acechaba sobre ellos y no sabían bien sobre que tema hablar. La propia Irina rompió el silencio con unas cuantas lágrimas. Taecris, abrazándola la consolaba, mientras, besaba su cabeza y sus mejillas para calmarla, ella por su parte, lo abrazaba cada vez más, no quería dejarlo ir por nada del mundo al enterarse según ciertas fuentes de que los persas estaban muy cerca del poblado ateniense. Irina, entre llantos y sollozos dijo:

_ Taecris, amado mío, no vayas a pelear, tengo mucho miedo de que pueda pasarte algo malo.

Con un poco de decepción y pocos ánimos, Taecris respondió:

_ Irina, yo te amo más que a nada en este mundo, tu lo sabes bien. Sin embargo, no puedo fallar a mi deber como soldado, los dioses han querido que yo sea un hoplita de alto rango, por eso debo ir a luchar, créeme que si pudiera no lo haría, te pido que por favor ores tus plegarias por mi y por mis compañeros.

Irina lloraba cada vez más y más fuerte, no tenía consuelo alguno. Taecris seguía abrazándola, la tomó de su mano y se dirigieron hasta su habitación, seguramente era la última vez que harían el amor en aquella tranquila noche europea. El amor se vio proyectado inmensamente sobre sus almas, era la mejor despedida que ellos podrían brindarse. Luego de que la pasión se volatilizara por el aire, ambos se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, Taecris se despertó debido al hermoso canto que emitió un pequeño petirrojo sobre el tejado de la casa. Irina seguía durmiendo, con un leve ósculo, Taecris se despidió, se colocó su peto, su yelmo, sobre su espalda cargó una rodela y envainó su espada en su cintura. Al estar en el exterior de la morada, se dirigió hasta su establo ubicado a pocos metros de allí, se montó en su hermoso caballo blanco y se dirigió hasta el centro principal ateniense. Le tomó aproximadamente una hora llegar hasta allí. Ni bien llegó a su destinó dejó al equino sobre un cobertizo de la ciudad. Miles de hombres estaban reunidos, al frente del gran pelotón, se encontraba Milcíades. La muchedumbre arrojaba flores, mientras que en cambio, los soldados partían, algunos para no volver jamás al mundo de los vivos, irían directo y sin escala hasta el misterioso mundo de Hades. Un largo rato después, las tropas griegas ya estaban fuera de Atenas, lejos del alcance de sus ciudadanos.
La batalla no se hizo esperar, los persas comenzaron a atacar, los griegos resistían, eran inferiores en número, pero no inferiores en espíritu, las falanges iban por el frente, los arqueros parados sobre las laderas helénicas, apuntando sus arcos hacia el sol para que las dichosas flechas atravesaran cualquier coraza enemiga. Una estratagema desde el centro hacia un extremo angosto del campo hizo que los persas retrocedieran. Una gran confusión por parte de los soldados asiáticos los obligó a retirarse de allí, habían perdido muchos hombres en el enfrentamiento armado. Contentos por la gloria, los griegos comenzaron a festejar, Milcíades emitío un grito:

_ Filípides, ven aquí. Ve hasta Atenas y anuncia nuestra victoria, ¡Vamos, corre!

Aquel emisario, corrió como alma que se lleva el diablo, gracias al cielo, el joven Taecris, no había sufrido daño alguno, sin embargo, Milcíades les ordenó que sigan adelante, para cubrir más terreno de batalla. Mientras tanto, aquellos hombres veían como los persas, reducidos en número huían por el mar Egeo rumbo hasta su arraigado imperio al otro lado del viejo continente. El propio Milcíades, nombró líder a Taecris de un pequeño pelotón, ellos se encargarían de vigilar las áreas boreales, mientras que otra patrulla vigilaría el área sur de Grecia. En el mismo instante que recibió la orden del glorioso general, los hombres liderados por Taecris se dirigieron en dirección hacia el norte, con sus lanzas, escudos y armaduras.
La noche ya estaba encima de aquellos guerreros, sobre el césped prendieron una pequeña fogata, un soldado experto en arquería había cazado un par de liebres para que pudieran comer, la velada era sumamente enérgica, todos reían y comentaban sobre la batalla de ese día. Al consumirse totalmente las llamas del fogón cayeron molidos al suelo debido al sueño que les provocó el desgaste corporal que habían sufrido durante todo el día.
El alba, tan hermosa como una ninfa marina, se hizo notar en aquel nuevo día, los guerreros se levantaron de su largo sueño, comenzaron a caminar a paso lento nuevamente hacia el norte. Pasaron unas cuantas horas, hasta que los soldados llegaron a la entrada de una pequeña floresta, el paisaje que podía apreciarse era sumamente hermoso, árboles de hoja perenne, musgos, flores y demás, la flora del bosque tenía la contra de que estaba tapada por la luz del sol, por ende, la visión de cualquier ser vivo se veía sumamente afectada ante cualquier circunstancia. Sin pensarlo por mucho tiempo, Taecris y sus hombres se adentraron por esa oscura y tranquila frondosidad, mirando para todos lados, en señal de alerta por si algo llegara a pasar. Unos cuantos metros en el interior de aquella flora, se sorprendieron al ver un hecho sumamente desagradable, sobre el suelo yacía el cadáver decapitado de un soldado griego, no sólo eso, sus brazos y piernas habían sido arrancados del cuerpo y arrojados por doquier a pocos metros del muerto. Taecris, indignado con este hecho ordenó a sus soldados que mantuvieran la guardia por si algún animal salvaje o algo peor acechara sobre la selva.
Un soldado exclamó con un grito:

_ ¡Señor Taecris!, en ese árbol de allí, ¡Vi algo!, se lo juro por Zeus.

Al instante, aquel vocero del general recibió un flechazo que dio justo en su garganta dándole muerte al instante, ante ese ataque sorpresivo, Taecris dijo:

_ ¡Soldados, es una emboscada, levanten sus escudos, ahora!

Los hombres griegos obedecieron al pie de la letra las órdenes de Taecris, una lluvia de flechas se originó en el bosque, los flechazos cesaron un largo rato después, al parecer había arqueros y jabalineros escondidos en el bosque. Con sus escudos en alto, los griegos avanzaban, lentamente, hasta que se echaron a correr. Los arbustos se movían, no por arte de magia, sino que en ellos había hombres armados escondidos, eran persas, y no eran hombres ordinarios, estos tipos poseían estratagemas sumamente claras para la batalla, en primera medida un grupo de lanzadores de jabalina eliminó con suma destreza a los griegos armados de arco y flecha, solo algunos hoplitas y otros soldados de infantería quedaron en pie, los mismos se vieron obligados a levantar sus escudos ante los azotes balísticos persas, esto dio lugar a que los soldados a pie enemigos liquidaran a los hombres de Taecris con facilidad, dejándolo a él solo frente a unos cuantas tropas hostiles.
Ante el pudor de ver a tantos hombres armados, Taecris lanzó un grito al cielo y comenzó a pelear defendiéndose de los azotes persas con el escudo y contraatacando con su espada de acero y liquidando a diestra y siniestra a todo persa que se cruce por el camino. A pesar de la terrible batalla que se llevaba a cabo sobre ese bosque griego, los petirrojos cantaban en la cima de los árboles. De pronto, uno de esos pájaros se fue volando, Taecris luchaba arduamente, hasta que sus ojos perdieron la claridad de las cosas.
Unos cuantos días después, Milcíades y el resto de los supervivientes griegos regresaron con honores a Atenas, todos habían vuelto a excepción de Taecris y su pelotón, por lo cual Irina, estaba sumamente preocupada. Mientras ella lavaba unas prendas en el exterior de su casa, esperando la posible llegada de Taecris, un pajarito con pecho rojo se posó sobre su mano derecha, ella lo acarició en su cabecita y sintió una sensación demasiado extraña en su interior. Sus ojos se cerraron por completo y su mente emitía una imagen terriblemente catastrófica, sentía que podía ver a Taecris luchando, de hecho pudo ver con claridad y lujo de detalles toda la batalla en ese oscuro bosque, vio a ese hombre asesinado debido al flechazo que impactó en su garganta y al resto de la infantería caer ante las hostilidades persas, pero sin dudas que su más grande tristeza se hizo notar cuando vio que Taecris fue atado a un árbol, los persas lo habían despojado de sus armas, un general enemigo le prendió fuego a una pequeña rama creando algo así como una especie de mecha casera la cual dio de lleno contra el árbol donde estaba atado el mismo Taecris, el dolor, la agonía y también el sufrimiento comenzaban a apoderarse de él, de una manera sumamente atroz, su cuerpo cada vez estaba más caliente hasta el instante en que solo quedaron sus cenizas.
Irina quedo boquiabierta y estufectacta ante tal imagen, el canasto de ropa fue a parar al suelo, ella por su parte, estaba inmóvil como el mismo coloso de Rodas al enterarse sobre el paradero de su marido. Justo en ese preciso momento, el petirrojo que vino volando a lo lejos, emitió un hermoso y corto cántico y se fue volando perdiéndose en lo más remoto del mar Mediterráneo, dejando a Irina desolada, en lo más profundo de la tristeza y melancolía.

FIN

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